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Padre, enseña a los hijos tu fidelidad Parte I

Saludos en el Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, Desposado con la Iglesia, Salvador, Señor y hermano.

En esta carta, quisiera hablar con todas las familias en nuestra diócesis y especialmente con mis hermanos en la fe, ambos clérigos y laicos, luchando para ser buenos cristianos en el desafiante mundo contemporáneo.

Les pido que reflexionen conmigo sobre la paternidad a la luz de nuestra condición de discípulos en Cristo Jesús y de la cultura en la que la vocación a ser padre es dejada de lado. Hoy en día muchos hombres han perdido de vista la paternidad . Les falta confianza en quienes son, hacia donde se dirigen, y qué son como personas. Esto constituye una crisis para los hombres jóvenes como también para viejos, para casados como para solteros, para el clero así como el laicado. Y “el eclipse de la paternidad”1 no es solamente un punto importante para los hombres. Las mujeres también están muy involucradas.

Mi intención es mantener un enfoque en ciertos aspectos del complejo de problemas que constituye nuestra crisis actual. De hecho, sólo si las mujeres invitan a los hombres a los roles de marido y padre, cooperan con ellos y esperan grandes cosas de ellos, puede el hombre tener esperanzas de asumir responsabilidades tan fascinantes. En realidad, lo mismo es cierto para mujeres en sus roles como esposa y madre.

La Iglesia no tiene todas la respuestas para la actual crisis de la paternidad. Los problemas eluden respuestas fáciles y tocan el misterio de la persona humana con sus muchas relaciones, especialmente su relación con Dios. No obstante, nunca debemos perder confianza en Dios, nuestro Padre amoroso; El no nos dejará huérfanos. El nos entrega Su Hijo -y Su Novia, la Iglesia- para llenarnos del poder de la verdad y el consuelo de Su gracia. Esta gracia continuamente nos fortalece para asumir nuestra dignidad como hijos de Dios y para vivir de acuerdo con esa dignidad.

 I. EL PROBLEMA 
La paternidad esencialmente es relacional, es una manera en la que el hombre se pone al servicio de la comunidad humana. Por lo tanto, no se puede entender el actual desafío de la paternidad aislado de la cultura en la que vivimos.

Cuando una sociedad pierde de vista la verdadera dignidad del hombre, la cultura en sí misma empieza a enredarse. Hoy, se disputan acaloradamente los mismos principios que sustentan nuestra comprensión de la verdad y la dignidad de la persona humana. Incluso, a menudo, la convicción de que existe una verdad universal se niega. Consecuentemente, muchos creen que podemos crear nuestra propia verdad y nuestra propia realidad, según nuestros propios propósitos. Pero este enfoque no sólo degrada la inteligencia humana, sino también mina nuestra habilidad de formar una comunidad humana e incluso de compartir un idioma común.

Cuando los padres pueden justificar el abortar a sus hijos inocentes en nombre del amor, estamos perdiendo rápidamente el sentido de lo que es el bien y el mal que forman la base de una creencia y acción comunitaria.

¿Libertad para qué? 
En nuestra nación disfrutamos de las grandes bendiciones de la libertad, pero la libertad trae consigo una gran responsabilidad: buscar la verdad, conocer la verdad, y practicar las exigencias de la verdad. La libertad no puede ejercerse sin que la verdad la oriente.

Hoy muchos confunden la sensación o el sentimiento con la convicción acerca de la verdad. Las emociones sí juegan un papel importante en nuestras vidas. Sin embargo, la vida emocional no siempre es una guía segura para las necesidades de la persona humana. La preocupación por los sentimientos pueden transformarse en sentimentalismo, llevándonos a un mayor egoísmo e incapacidad de reconocer las verdaderas necesidades de los que están alrededor nuestro. También nos puede conducir al mal del que “se siente bien” para nosotros o para los demás. Desgraciadamente, nuestra cultura actual se preocupa mucho con la búsqueda del “sentirse bien”, usualmente a costa de lo que es realmente bueno para uno mismo, para los otros y para el bien común.

¿Hemos encontrado la felicidad? Nuestra preocupación por nosotros mismos, sin embargo, no nos ha hecho expertos en cómo ser felices. Encontramos más personas que cuestionan el valor de sus vidas. Muchas personas, jóvenes y viejos, simplemente se desesperan. Nuestra juventud comete suicidio en proporciones que hace una generación nos hubiera chocado. Hoy en día nadie puede ignorar la urgente sed por la felicidad y la alegría – y el hecho de que muy pocos parecen encontrarlos.

Quizás esta incertidumbre sobre el valor de su propia vida conduzcan a que personas se cuestionen sobre la dignidad de vida humana en general. Juan Pablo II nos ha recordado que la única respuesta adecuada a otra persona es la autoentrega amorosa. Una cultura preocupada en si misma nos ciega al valor de otros seres humanos. El Santo Padre nos advierte contra la cultura del “uso”, en que las otros personas son apenas como instrumentos para avanzar en nuestra realización, en lugar de ser sujetos para ser amados. Hoy en día, la señal más preocupante de la confusión interna de nuestra cultura es el miedo a una vida nueva, la guerra que hacemos a los niños no nacidos que están en el útero. Cuando ya no vemos a otras personas como un don para el mundo, empezamos a tener miedo de ellos como si fueran cargas u obstáculos. Y la lógica del aborto, eutanasia y suicidio asistido eventualmente siguen.

A medida que la violencia crece en nuestra sociedad, tristemente algunos la introducen en sus hogares y en las preciosas relaciones que hay allí. No sólo resultan daños físicos, sino también cicatrices emocionales y espirituales que sus esposas e hijos cargan por mucho tiempo en el futuro.

NOTAS PARTE I

1. Gilbert Meilander, “The Eclipse of Fatherhood”, First Things 54 (June/ July 1995): 38-42

2. Concilio Vaticano II, Apostolicam Actuositatem, “Decreto sobre el Apostolado de los laicos”, n. 11.

3. «La escala de rupturas maritales en Occidente desde 1960 no tiene ningún precedente histórico del cual yo tenga conocimiento, y parece único. No ha habido nada así en los últimos 2,000 años, y probablemente aun por más tiempo.» Lawrence Stone, de la Universidad de Princeton, citado en “A World Without Fathers” David Popenoe, The Wilson Quarterly, Spring 1996, Vol. XX, No. 2, p. 13.

4. «En el designio de Dios Creador y Redentor la familia descubre no sólo su “identidad”, lo que “es” , sino también su “misión”, lo que puede y debe “hacer”. El cometido, que ella por vocación de Dios está llamada a desempeñar en la historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial. Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable, que define a la vez su dignidad y su responsabilidad: familia, ¡”sé” lo que “eres”!» Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Familiaris Consortio, “Sobre la misión de la familia cristiana en el mundo actual”, n. 17.

5. «La familia contemporánea, como la de siempre, va buscando el “amor hermoso”. Un amor no “hermoso”, o sea, reducido sólo a satisfacción de la concupiscencia (cf. 1Jn 2, 16) o a un recíproco “uso” del hombre y de la mujer, hace a las personas esclavas de sus debilidades. ¿No favorecen esta esclavitud ciertos ´programas culturales´ modernos? Son programas que “juegan” con las debilidades del hombre, haciéndolo así más débil e indefenso. La civilización del amor evoca la alegría: alegría, entre otras cosas, porque un hombre viene al mundo (cf. Jn 16, 21) y, consiguientemente, porque los esposos llegan a ser padres. Civilización del amor significa “alegrarse con la verdad” (cf. 1Co 13, 6); pero una civilización inspirada en una mentalidad consumista y antinatalista no es ni puede ser nunca una civilización del amor. Si la familia es tan importante para la civilización del amor, lo es por la particular cercanía e intensidad de los vínculos que se instauran en ella entre las personas y las generaciones. Sin embargo, es vulnerable y puede sufrir fácilmente los peligros que debilitan o incluso destruyen su unidad y estabilidad. Debido a tales peligros, las familias dejan de dar testimonio de la civilización del amor e incluso pueden ser su negación, una especie de antitestimonio. Una familia disgregada puede, a su vez, generar una forma concreta de “anticivilización”, destruyendo el amor en los diversos ámbitos en los que se expresa, con inevitables repercusiones en el conjunto de la vida social.» Juan Pablo II, “Carta a las Familias,” n. 13.

6. «Sin embargo, no se toman en consideración todas sus consecuencias, especialmente cuando las sufren, además del cónyuge, los hijos, privados del padre o de la madre y condenados a ser de hecho huérfanos de padres vivos», Ver “Carta a Familias,” Op. Cit., n. 14.

7. David Blankenhorn, Fatherless America, (New York: Basic Books, 1995), capítulo 2.

8. «Por tanto, cuando leemos en la descripción bíblica las palabras dirigidas a la mujer: “Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará” (Gén. 3, 16), descubrimos una ruptura y una constante amenaza precisamente en relación a esta “unidad de los dos”, que corresponde a la dignidad de la imagen y de la semejanza de Dios en ambos. Pero esta amenaza es más grave para la mujer. En efecto, al ser un don sincero y, por consiguiente, al vivir “para” el otro aparece el dominio: “él te dominará”. Este “dominio” indica la alteración y la pérdida de la estabilidad de aquella igualdad fundamental, que en la “unidad de los dos” poseen el hombre y la mujer; y esto, sobre todo, con desventaja para la mujer, mientras que sólo la igualdad, resultante de la dignidad de ambos como personas, puede dar a la relación recíproca el carácter de una auténtica “communio personarum”. Si la violación de esta igualdad, que es conjuntamente don y derecho que deriva del mismo Dios Creador, comporta un elemento de desventaja para la mujer, al mismo tiempo disminuye también la verdadera dignidad del hombre.» Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, “Sobre la dignidad y la vocación de la mujer con ocasión del año mariano,” n. 10.

9. Gén. 1, 27.

10. “Y todo el tiempo, tal es la tragicomedia de nuestra situación, continuamos clamando por aquellas misma cualidades que tenemos por imposibles. Casi no puedes abrir un periódico sin cruzarte con la frase de que lo que necesita nuestra civilización es más ´empuje´, o dinamismo, o auto-sacrificio, o ´creatividad´. Con un tipo de simplicidad terrible removemos el órgano y demandamos la función. Creamos hombres sin pecho y esperamos de ellos virtud y realización. Nos reímos del honor y nos escandalizamos de encontrar traidores entre nosotros. Castramos y demandamos que el caballo sea fecundo» C.S. Lewis, “Men without Chests”, citado por William Bennett, ea., A Book of Virtues, (New York: Simon and Schuster, 1993), pp. 263-265

11. Mt. 14, 27.

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